Principio de los setenta. París en 600 desde Barcelona. Dos parejas, una gay y otra heterosexual. Dinero sólo para gasolina, camping, bocadillos, una entrada para el Louvre y un llavero con la torre Eifeel de recuerdo. Algunas fotos en blanco y negro que amarillean ya y dejan entrever la inquietud de un tiempo en que se mezclaban penurias, rebeldía y esperanzas. Todos buscábamos nuestro lugar en la sociedad, un lugar decente, respetado y respetable, desde los obreros, los gays, las mujeres... todos queríamos sacudirnos de encima los corsés que nos impedían respirar. Aquí, en España, en Barcelona, hacíamos el esfuerzo de atravesar la frontera para ver peículas prohibidas (por su contenido sexual o político) en Perpignan, las que podían iban a abortar a Inglaterra y los que buscábamos cultura nos íbamos a París.
Abril de 2010. A París desde Barcelona, en avión. Una mujer sola. Una maleta de mano con cuatro cosas. Hotel y una excursión por el París histórico pagados. Una cámara de colores. Conseguimos que los homosexuales se casen. Que las mujeres atiborremos las universidades. Que el sexo ya no sea tabú. La política llena los telediarios. Los obreros tienen (¿?) derechos. Hoy la cultura ya no hace falta ir a buscarla a París.
Si estoy en condiciones para ello, volveré a París en 2020. Me pregunto si podré ser testigo de la continuación del progreso social o me tocará presenciar el involucionismo que hoy nos amenaza.
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