Cumplir los sesenta es entrar en la edad de la jubilación, con todo lo que éso significa y comporta. Si no eres abuelo, podrías serlo perfectamente, por lo que la palabra te corresponde no como insulto, sino por derecho adquirido por los años. Si la esperanza de vida son ochenta (para redondear), te queda solo por cumplir una cuarta parte del total. Y éso si tienes suerte y un mal viento no se te lleva antes. Porque a partir de los sesenta se evidencían los cambios que desde los cuarenta has ido acumulando y que apenas se notaban. Te cambia el cuerpo, te cambia el ritmo, te cambia el horizonte y hasta te cambian tus seres queridos. No entiendes que se haya estropeado la nevera si hace sólo diez años que la tienes. Y es que el tiempo no corre igual, él y yo llevamos pasos cambiados. Si no, que me expliquen cómo es posible que a mis niños empiecen a salirle arruguitas.
A partir de los sesenta tienes más sustos cuando el médico te devuelve resultados. Ahora los sustos pueden ser más grandes y hasta pueden ser mortales. A la hora de compartir esos sustos también tienes más dificultad que antes pues se supone que el abuelo o la abuela tienen serenidad suficiente para encajarlo todo, lo propio y lo de los más jóvenes. ¿Cómo preocuparles a ellos? Bastante tienen, los pobres con tantos problemas. Y nosotros, los de más de sesenta, empezamos a echar de menos a nuestros propios padres, cada vez con más frecuencia, y sobre todo cuando los sustos son grandes.
No me gusta el romanticismo de la "edad dorada", me gusta entender qué nos pasa a los humanos cuando llegamos a ella y me encanta que los que van avanzando por ella nos expliquen sus andaduras. Por suerte, tenemos muchos ejemplos que a través de sus palabras o de sus escritos nos dan pistas de por donde podríamos ir nosotros. Ésos y ésas son, hoy, los padres que aún necesitamos los de sesenta. Me pregunto de quién aprenderán los octogenarios, los que llegan últimos a la meta.
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