Hace cuarenta años en mi pueblo nos sentábamos en la puerta de casa, después de barrer la tierra que habíamos regado para no sentarnos sobre el polvo. Los niños jugaban a nuestro alrededor, mientras las mujeres cosían, hacían punto y platicaban sobre el último capítulo del serial radiofónico o de lo bien que había contestado doña Helena Francis a aquella jovencita inexperta. De pronto pasaba alguien por delante del grupo y las habladurías adquirían un matíz realista: cómo anda, qué corta lleva la falda, ¿qué pasó con su novio?.... Recuerdo que algunas nos revelábamos contra aquel ambiente estrecho y con olor a neftalina. Éramos los "progres", los que sentíamos que había algo más allá de las tradiciones y nos empeñamos en romperlas.
Hoy escucho a los veinteañeros conversar sobre la ropa que llevaba una tal Raquel, sí mujer, la de Fama, y viste cómo miraba a Óscar? a saber si va a plantar a su novio, el pobre...
Hoy no veo a nadie sentado en las puertas de sus casas (entre otras cosas porque una casa tiene decenas de puertas con sus respectivas familias, que no, no salen a la calle), pero veo que cuando se juntan varias personas, jóvenes o no tan jóvenes, se dedican a lo mismo que antes, sólo que ahora el olor a naftalina tiene su origen en el circo mediático instalado en muchos, muchos hogares. Los niños ya no juegan en las calles (les pillarían los coches), sino que aprenden la soledad de un mundo irreal. Me queda la duda de cómo hemos contribuído los sesentañeros, sí, aquellos "progres" a que nuestra sociedad siga holiendo a neftalina. Con el agravante de que ahora el tufo queda dentro de las casas. Pero si me pongo a observarlo desde mi vertiente más optimista, pienso que quizás los humanos necesitamos el cotilleo, sacar de dentro nuestro los instintos más compasivos y también los más agresivos y... bueno, mejor despellejar al de la pantalla que al vecino de al lado, ¿no?
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