Cada uno se emociona con lo que puede, ¡faltaría más! Hoy le ha tocado el turno a los que vibran con el himno nacional, con los sonidos metálicos de las armas, con el paso adiestrado y unitario de los soldados, tan guapos, tan bien vestidos, tan elegantes... La música, los parlamentos, la majestuosidad de los actos, hacen llorar a mucha gente, lo he constatado escuchando por la radio a personas que asistían a dichos actos. Posiblemente también hayan llorado desde detrás de los televisores, y se hayan enorgullecido de ser españoles.
O no.
Me vienen a la cabeza las lágrimas de tantos padres al vestir a sus vástagos de primera comunión y acompañarlos a la iglesia, lo mismo que años después harán, pero esta vez el traje de ceremonia será para un hombre o una mujer que, con más o menos conciencia de la religión, acceden a todos los actos ceremoniosos que les hace sentirse reyes por un día. Y los padres lloran. Para muchos el sentido último de la ceremonia es lo de menos. Lo que les importa es que sus hijo están así de guapos y la música, las flores, las sonrisas, les hace vivir unas horas de cuento.
El fin de que existan las fuerzas armadas no es la belleza de los jóvenes que desfilan, no es la calidad o las vibraciones que nos despierta la música y las letras de los himnos. No es salvar vidas, como ahora quieren hacernos creer. Es mucho más simple y lógico: es matar. Y los primeros que caen en las guerras son esos hermosos/as jóvenes que tánto admiramos. Cuando vuelven mutilados de la contienda les ofrecen medallas, más música y más desfiles. Y la gente vuelve a llorar y se siente orgullosa.
Parecería que les estuviera contando una broma de mal gusto, sino fuera porque es la realidad. La vemos cada día y no solo la consentimos, sino que encima lloramos de emoción. Es cierto que la emoción es libre, pero sería bueno que también las emociones pasaran por el cedazo de la inteligencia.
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